“Pues, ¿Qué significa ser
cristiano? La respuesta exhaustiva la ha dado quizás San Pablo, al decir en la
Epístola a lo Gálatas: ‘Vivo yo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en
mí’ (2, 20). Y entonces uno continúa así su pensamiento: ‘Y precisamente de ese
modo es como empiezo a ser yo mismo’.
¿Ocurre eso en ti? ¿Puedes decir que has entrado en la inhabitación viva, en la
santa mente de Cristo, y que a partir de ahí has llegado a ser tú mismo? No se
necesita más que hacer esas preguntas para saber en qué punto se está.” (La sabiduría de los salmos en Meditaciones teológicas, Ediciones
Cristiandad, Madrid, 1965, 124-125).
Dando continuidad a lo que
escribimos la semana pasada quisiera comentar este texto de Romano Guardini
donde da respuesta a la pregunta clave para todo el que tiene a Cristo por
Señor: ¿qué significa ser cristiano? Quien conozca el pensamiento de
Guardini sabe ya de la importancia de Galatas 2, 20 en sus escritos teológicos.
Ese “ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí” expresa lo que
nuestro autor ha denominado
interioridad cristiana. De ella ya hemos hablado
y por lo tanto no me detengo. Ahora, de cómo
se da ese inhabitación del Espíritu Santo es algo que no hemos tratado. ¿Cómo
puede vivir en mí el Señor? ¿Quita mi yo y pone el suyo, me anula a mí y crece
Él? Escribe Guardini:
“Esto no significa que en la existencia
cristiana sea anulado el «yo» humano y entre en su lugar Cristo; sino que,
precisamente por vivir Cristo en mí –y sólo por eso- me hago yo realmente yo-mismo
– aquel yo-mismo que Dios pensó al crearme- que con ello se
despierta en mí la capacidad de poder ser verdadero principio, y decidirme por
mí mismo y realizarme ” (Libertad, gracia y destino, Lumen, Buenos Aires, 1987, 70).
Guardini comenta el encuentro de
Cristo con la Samaritana (Juan 4, 1- 45) para explicar esta realidad.
Especialmente el versículo 14, cuando dice “(…) pero el que beba del agua que
yo le daré nunca volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en
él en un manantial, que brotará hasta la Vida Eterna”, es
significativo para él. Comentándolo escribe:
“La acción del Espíritu no es tal
que lance sobre el hombre el raudal divino, haciendo perecer en él su «yo»;
sino que, por el suave desarrollarse del Espíritu, se abre en el hombre mismo
una fuente que es totalmente dada, totalmente fuente de la vida de Dios; pero
que brota en el hombre y le pertenece” (Libertad,
gracia y destino, 70-71).
Se trata,
pues, que en mí, en mi yo, se inserta una nueva vida, la vida de Él, que en la
medida que crece hace que mi yo alcance la plenitud humana a la que está llamado. Esa es también la medida de mi ser cristiano. Termino con dos citas
con las que espero quede respondido el interrogante que aparece en el
título de esta entrada. La primera es ésta:
“Seguir al Señor no consiste en imitarlo servilmente, sino en
manifestarlo en la propia vida personal. El cristiano no es una copia de la
vida de Jesús; eso sería antinatural y poco realista, por decir falso. Solo a
unos pocos se les ha concedido el don de acomodar su vida, casi literalmente, a
la del Maestro; por ejemplo, san Francisco de Asís. La tarea de la vida
cristiana consiste, más bien, en transponer la vida de Jesús a la propia vida
personal, en los azares de la actividad diaria, en los contactos con los demás
hombres, en la actitud ante la providencia y el destino, tal como todo ello se
presenta.” (El señor,Cristiandad,
Madrid, 2000, 571)
Y para concluir leamos con detenimiento esta otra:
“Todo
depende, para el cristiano, de que la imagen del Señor viva en él con fuerza
primigenia, o esté gastada y pálida. Muchas objeciones contra Cristo proceden
sin duda, en último término, de que su figura no fulge en el espíritu de los
creyentes ni toca de manera viva sus corazones. Si el Señor se levantara con
fuerza ante los ojos de sus fieles y los corazones de éstos ardieran de íntimo
conocimiento suyo, mucho de lo que contra Cristo se dice no podría decirse.” (Imágenes de Jesús, el Cristo, en el
Nuevo Testamento, en Obras,
Tomo III, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1981, 235).